Una tragedia que puede evitarse
La última oleada de inmigración demuestra que Europa se enfrenta a un
desafío sin precedentes. Casi 57.300 inmigrantes irregulares llegaron a
Europa en el primer trimestre de 2015. Esa cifra supone prácticamente
triplicar la del mismo periodo de 2014, un año en el que se pulverizaron
todos los récords, incluidos los cosechados durante las primaveras árabes. Los fríos guarismos de la agencia europea de control de fronteras externas (Frontex),
a los que ha tenido acceso este diario, confirman que la UE se enfrenta
a una maraña de problemas entrelazados como las cerezas de un cesto: la
oleada de conflictos en Oriente Próximo (en especial el caos en Libia), la presión demográfica en África, la creciente capacidad de la industria de traficantes de personas,
la emigración económica procedente de los Balcanes y las propias
dificultades de la UEpara gestionar de manera homogénea sus fronteras se
superponen para conformar unos números de pesadilla.
Detrás de cada una de esas cifras hay una historia personal que desmiente la manida etiqueta de los mal llamados sin papeles:
un refugiado sirio; una familia huida de la guerra de Irak; un joven
del Chad que atraviesa el llamado valle de las gacelas hasta llegar a
Libia con la intención de encontrar un billete hacia el continente rico,
donde estén más cerca las oportunidades que no tiene en su país. Pero
basta con los datos para hacerse una idea de las consecuencias de ese
fenómeno: 32.400 personas (en su mayoría kosovares)
han entrado en la UE por los Balcanes en lo que va de año, frente a los
menos de 1.000 del año pasado. Por el Mediterráneo Central
—básicamente, Italia— han irrumpido 10.200 más, y eso sin contar los 10.000 adicionales rescatados en alta mar en los seis últimos días,
según la Organización Internacional para la Migración (IOM, por sus
sigas en inglés). Por la ruta del Mediterráneo oriental —las islas
griegas y Bulgaria— han penetrado 13.500, casi el triple que hasta marzo
de 2014, y por España 1.200 adicionales. Suman casi 57.300 personas,
según los datos de Frontex; en el primer trimestre de 2014 eran
prácticamente un tercio, 22.500.
Las fuentes consultadas en Frontex aseguran que las cifras se
dispararán con el buen tiempo en el Mediterráneo —como ya se ha visto en
las primeras semanas de abril; como ya sucedió en 2014— y aventuran
“incrementos importantes que generarán sin ninguna duda un cúmulo de
situaciones preocupantes” para el conjunto del año.
Cada vez que los ministros se reúnen en Bruselas y cada vez que la
televisión da cuenta de una tragedia se repite la letanía de que Europa
va a reforzar la agencia que protege las fronteras; pero Frontex no es una agencia de salvamento y rescate, sino una institución que vela por la seguridad de Europa.
“En la práctica no hay suficientes recursos ni personal, y la
disponibilidad de los Estados miembros para ceder medios —barcos y
aviones de salvamento— es limitada o muy limitada”, expone el director
adjunto de Frontex, Gil Arias. “Sobran críticas y buenas intenciones por
parte de los Estados miembros; falta voluntad política y recursos”,
añaden fuentes diplomáticas.
El año pasado más de 3.200 hombres, mujeres y niños perdieron la vida al
intentar cruzar el Mediterráneo hacia Europa. Esas muertes no han
suavizado la marea humana que huye de la violencia de los países en
conflicto, o de la falta de oportunidades del África subsahariana.
Europa sigue empeñada en encarar un problema humanitario —en gran parte
una crisis de refugiados, salvo en los Balcanes— con una respuesta
meramente policial. Sin ambición para detener esa sangría en origen, los
tapones que hasta ahora eran Siria y Libia han reventado y dejan un panorama cargado de incertidumbres
“Los flujos migratorios hacia Europa no van a dejar de aumentar por
las pésimas situaciones en origen, desde Irak y Siria hasta el Cuerno de
África”, subraya Giovanni Grevi, director del laboratorio de ideas
FRIDE. “Detener los barcos de inmigrantes no acaba con el problema y
provocará enormes costes humanitarios. Europa debería unir fuerzas con
una política exterior y de seguridad robusta en un momento crítico para
la cohesión europea”, añade.
Los avances, donde los hay, son tímidos. Y las amenazas se
multiplican. El ascenso de partidos antiinmigración se sucede en la
Europa rica (Reino Unido, Francia y Alemania) e incluso en la periferia.
Bulgaria pretende levantar un muro
de más de 150 kilómetros de longitud para contener la inmigración
procedente de Turquía. Berlín y Londres plantean medidas para mitigar el
denominado turismo del bienestar, aunque no hay cifras que avalen que
la inmigración abusa de los servicios sociales. Y así ad infinitum.
Europa afronta presiones ligadas a los conflictos en la vecindad sur.
Los socios abordan el problema desde una doble vertiente, ninguna de
las dos muy exitosa. La primera, un mayor control de las fronteras.
Cuando ocurren tragedias como la de Lampedusa, todos los países
(especialmente Italia) miran a Frontex reclamando medidas para frenar
los naufragios. Pero Frontex apenas tiene activos y se nutre básicamente
de lo que aportan los Estados.
A los líderes políticos les cuesta suministrar más medios; en muchos
casos porque creen que la existencia de barcos que en la práctica van a
salvar vidas provoca un efecto llamada en las mafias y en los propios
inmigrantes que eleva la magnitud del problema. En otros —los países
nórdicos o Alemania— porque consideran que ellos ya sufren su propia
presión al recibir más solicitudes de asilo.
La segunda vía es un cambio en la política migratoria del club comunitario.
Bruselas pretende extender los canales legales para acceder al
continente: cree que eso disuadirá a muchos de adoptar la vía
desesperada de lanzarse al mar en busca de la costa europea. También
porque, a largo plazo, los problemas demográficos de Europa harán que
necesite trabajadores. Pero con la crisis aún cicatrizando, las
capitales no quieren ni oír hablar de eso.